Vivimos en un mundo lleno de fanegas. Pero hay que aprender a utilizar sabiamente este término, ya que si cae en el mal uso podemos desvirtuar el sentido de una palabra de tan amplios y ricos significados. Porque fanegas puede ser desde Pepe el de la taberna hasta Diego Armando Maradona. Incluso Elvis Presley, el gran mito de la música, llegó a ser un fanegas en sus últimos días (cuando se limitaba a meterse zarpa y crema de cacahué).
Todos llevamos dentro un pequeño fanegas. Cuando en algún momento de nuestras vidas nos hemos tirado un petunio y nos hemos adentrado entre las sábanas para apreciar desde cerca ese fenómeno de la naturaleza, ahí, hemos sido un fanegas. O cuando ese mismo petunio lo empujas hacia fuera en un vagón de metro y pones mala cara como diciendo “qué pestazo, vergüenza de vuestros hijos”. Ahí, amigo, te estás comportando como un auténtico fanegas.
El faneguismo es una práctica de la que no nos debemos avergonzar. Nuestros padres, sin ir más lejos, son la mejor referencia para convertirnos a esta sagradísima orden.
Quién no ha recibido una inesperada visita en casa y ha apreciado como su padre cruzaba el pasillo a toda velocidad en calzoncillos ante los ojos atónitos de tu avergonzada amiga, a la que por cierto, estás intentando llevarte a la cama antes o después. Esos momentos hay que saborearlos como si fueran únicos. Con el tiempo aprendes a amarlos.
Quiero romper una lanza a favor de los viejos que gargajean como verdaderos alces en celo y luego lo escupen donde les parece conveniente, los niños con obesidad mórbida que no pueden correr en clase de gimnasia pero que meriendan un cordero asado con nocilla y la gente que se queda dormida cagando.
Aceptemos el fanegas que llevamos dentro, aprenderemos a ser mejores personas.
Muchas felicidades por la forma de transmitir con ese léxico.
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